miércoles, 15 de diciembre de 2010

El Cambio




Cuenta la leyenda que las imágenes representando a los doce apóstoles y a Jesús fueron retratos de personas reales. Cuando se supo que Da Vinci pintaría esa obra cientos de jóvenes se presentaron ante él para ser seleccionados. Quien sería modelo para ser Cristo fue el primero en ser seleccionado. El autor buscaba un rostro que reflejara una personalidad inocente, pacífica y que a la vez fuera bien parecido. Buscaba un rostro libre de los duros rasgos que deja la vida intranquila del pecado, sentimiento religioso de gran importancia en la época y heredado de algún modo en la actualidad.

Después de algunos intentos (su particular casting) seleccionó a un joven de diecinueve años como modelo para representar la figura de Jesús. Durante casi seis meses Leonardo trabajó para pintar al personaje principal de esta formidable obra, y en los siguientes seis años continuó la obra buscando personas que pudieran representar a los doce apóstoles, dejando para el final aquel que representaría a Judas. El Iscariote, aquel que vendiera a Jesús por unos denarios de plata.

La búsqueda le llevaría a Leonardo varios meses. Necesitaba encontrar un hombre con expresión dura y fría. Un rostro marcado por la decepción, la traición, la hipocresía y el crimen. Debía identificarse en esa figura la de una persona capaz de traicionar a su mejor amigo. Después de muchos fallidos intentos llegó a los oídos del artista que existía un hombre con las características requeridas en un calabozo de Roma. Estaba sentenciado a muerte por haber llevado una vida de robo y asesinatos y Da Vinci se decidió a visitarlo.

Entonces vio ante él a un hombre cuyo maltratado cabello largo caía sobre su rostro escondiendo unos ojos llenos de rencor, odio y ruina: al fin había encontrado a quien modelaría a Judas en su obra. Gracias a un permiso de sus carceleros, el prisionero fue trasladado al estudio del maestro en Milán. Durante varios meses este hombre se sentó silenciosamente frente al artista mientras este continuaba con la ardua tarea de plasmar en su obra al personaje que había traicionado a Jesús.

Cuando dio la última pincelada a su obra, Leonardo se dirigió a los guardias del prisionero y les dijo que se lo llevaran. Saliendo ya del recinto, el prisionero se soltó de los guardias y corrió hacia al artista gritándole: “¡Da Vinci! ¡Obsérvame! ¿No reconoces quién soy?” Este lo volvió a estudiar cuidadosamente y respondió: “Nunca te había visto en mi vida hasta aquella tarde en el calabozo de Roma”.

El prisionero levantó los ojos al cielo, cayó de rodillas y gritó desesperadamente: “Leonardo Da Vinci, ¡mírame nuevamente! Soy aquel joven cuyo rostro escogiste para representar a Cristo hace siete años”. El silencio se apoderó de aquel lugar y Da Vinci identificó entonces en el frío rostro del preso las facciones de ese Jesús cuya imagen era representante de la bondad

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